El ataúd de Dirk

 


Freddy Céspedes Espinoza.

 Un pueblo sumergido en los valles de la cordillera de Tres Cruces, se desarrollaba en la más plena lentitud, había pasado más de un siglo de vida de la República y todavía se sentía el adormecimiento de la colonia española. Sus calles empedradas  guardaban cierta simetría entre los colores pétreos y el canal que corría en medio de la calle  del almacén del Alemán Dirk  Klottzs

Las calles  sólo llegaron a una cuadra de la plaza principal,  tampoco era plana, tenía una  leve inclinación que  dirigía a todas las personas  a las banquetas de madera para sentarse; allí en el centro, una fuente fundida en bronce, traída de ultramar a lomo de mula; era lo más llamativo del pueblo.

De una de los dedos del Querubín, salía un chorro de agua constante que se depositaba a una fuente en forma de concha,  donde los pájaros se bañaban jugueteando con sus alas. Al frente la iglesia con su cubierta de calamina, anteriormente era de paja, pero se había venido encima del confesionario.

Las montañas que circundaban el pueblo impedían un crecimiento uniforme. Las casas treparon a los cerros y se acomodaron como les vino en gana, formando callejones torcidos  que terminaban o conectaban con el camino de herradura que se dirigía hacia la mina Encanto.

Wilahuma, era un pueblo colonial, allí los primeros españoles  ya por 1560 descubrieron filones de oro en sus montañas y desde esa época se  quedaron, primero a descansar de  las largas fatigas de las exploraciones al Paititi y luego a trabajar las minas a casi 5000 metros.

Por un recodo, un torrente  de agua cristalina bajaba de las alturas y al llegar al  pueblo se la encausó  para evitar inundaciones, que sin duda las hubo en el pasado.

Cuatro siglos de existencia y el pueblo  no perdió su espíritu minero, en el siglo XIX llegaron aventureros alemanes, franceses, judíos, libaneses y otros en busca de fortuna. Ya el oro había desaparecido; aunque todavía se encontraba con suerte, pero  el Estaño  el  Wolfram y el Bismuto eran ahora lo más  importante.

Pero las fortunas se hacían alrededor del metal del diablo y estos extranjeros,  se disputaban las concesiones mineras, algunos ya cansados, se dedicaron al  comercio de dinamita, alimentos, ropa de trabajo, bebidas, combustibles, enaguas y sombreros que le daban colorido  a la vida cotidiana del pueblo. Era la población  más cercana a la mina.

Dirk el alemán ocupaba una tienda cerca a la plaza principal, ya pasaba los setenta y seguía trabajando con la misma energía de hace cincuenta años, cuando llegó sin aviso y se fue en  busca de concesiones y  sociedades mineras con hombres duros, no siempre honestos.

Había perdido y ganado pero terminó en buena posición  viviendo, con una mujer del pueblo a quién le tenía un respeto y temor con la cual tuvo 2 hijos que se fueron al exterior después que su madre murió en el turbión que llegó hasta la plaza.

Dirk quedó solo a cargo de la casa del pueblo, la tienda y otra casa cerca a la mina para surtir más ligeramente los pedidos.

Por muchos años solía ir a caballo por las sendas cruzando un paso de 4700 metros y luego bajar hasta los cuatro mil, para nuevamente ascender hasta los 4500 donde tenía su otra casa a cargo de un ahijado suyo.

Alumbraba la tienda del pueblo con una lámpara a kerosenne, maravilla de la tecnología, sólo cambiando una especie de bulbo de luz, hecho de asbesto, alumbraba con una claridad asombrosa todos los rincones del negocio.

Sus estantes de roble permanecieron firmes por años, fueron hechos para ya no salir más, estaban tan bien empotrados que sólo un terremoto las movería.

Sobre los estantes,  gruesas vigas de roble cruzaban de extremo a extremo la tienda. Se habían olvidado del entretecho y el tiempo hizo que esas vigas fueran los soportes y colgadores de muchos artículos desde canastas hechas de cañahueca, viejas monturas de caballos, cueros de llama, lazos de cuero y un ataúd que descansaba empolvado sobre los maderos.

Présteme su ataúd

A media noche,  manos nerviosas tocaron  la  puerta de Dirk. Un presentimiento de ultratumba le apuró abrir la misma, pensando tal vez que había ocurrido algún accidente.

Sólo el llanto de una mujer que se quedó viuda, lo despertó completamente.

-        Don Dirk mi marido se ha muerto y un grito de plañidera envolvió el ambiente oscuro, mientras el alemán se apuraba en encender la lámpara.

-        Mi marido era bueno, trabajaba en la mina y hubo una pelea de borrachos y él llevó la peor parte. Muchos dicen que se cayó y otros que lo mataron a golpes. En fin está muerto y necesito que me preste su ataúd, le ruego, se lo pido de rodillas. Hizo el ademán de arrodillarse pero  Dirk se lo impidió

-        Sé que ese ataúd es para usted, que se hizo  construir hace  muchos años con don Daniel  el carpintero, que lastimosamente también falleció. No hay ataúdes en el pueblo don Dirk. Présteme el suyo. Le devolveré después del entierro ya que mi hermano se fue en busca de uno a la ciudad y parece que tardará algunos días, por la época de lluvia los caminos deben estar intransitables.

-        Mañana es el velorio y es muy urgente. Por favor don Dirk. Le pagaré, cuánto, cuánto cuesta.

-        Mire doña Inés, ese ataúd lo hice hacer para mi tamaño. Aquí son muy pequeños y  cuando me muera, no quiero que me estén doblando en dos para que pueda caber. Usted sabe que la gente del pueblo es chismosa y mala. Si bien saludo y hablo con todos,  en el fondo son viles y ruines, envidiosos que llevan la maldad cargando en sus genes. No quiero pedirles ningún favor aún después de muerto.

-        Por tal razón decidí hacer dos ataúdes, el otro está cerca a la mina también esperándome, en caso que la parca me agarré allí.

-        Cuando me vaya de este mundo, quiero irme tranquilo, sin deberle un centavo a nadie, y no digan después, que no tenía ni donde caerme muerto; además soy previsor, ya que vi morir a mucha gente y sé lo venenosos que son los vecinos; Sé que ríen a costa del difunto, que hablan mal del que no puede ya defenderse, pero finalizan su chismes sarcásticamente: En el fondo era bueno. Quiero que ese fondo sea mi ataúd, termina firme Dirk.

Después de hacerle esta confesión terminó y dijo: Bueno lleve el ataúd, pero con la única condición  que me devuelva y que sea para mi tamaño, uno no sabe cuando se acaba.

-        Muchas gracias don Dirk, le prometo que se lo haré hacer para su tamaño.

Dejó de llorar, estaba feliz y junto a su ayudante llevaron el ataúd sin muerto por las calles oscuras del pueblo.

Después de una semana el ataúd llegó a la tienda de Dirk. Para que no se dé cuenta de la mala calidad del mismo, le hicieron llegar por la noche.

-Buenas noches don Dirk, le traigo su ataúd, hemos hecho traer desde La Paz, pero no hay para su tamaño. Me dicen que es un mito, el hecho de estirar la pata. Me aseguró el carpintero que es justito para usted y que no se arrepentirá.

- Bueno, bueno, súbanlo sobre los travesaños y con cuidado que no se malogre ya que debe estar presentable para mi muerte.

 El oro y mi otro cajón

Buenos día padrino, saludó risueño Max al otro día, bajaba de la otra casa  de la montaña para llevar algunos pedidos que le habían hecho los mineros.

-        Max quiero hacerte una pregunta dijo Dirk ¿ Está todavía mi ataúd en la casa de la mina?

-        Sí padrino está allá. Ya van muchos años, está con polvo, pero mejor; así no lo utiliza todavía en caso de que se muera en la casa de arriba.

-        Sí Max. Ya sabes si muero en la casa de la mina, me entierras allí, si muero aquí, llegarán los curiosos primero; luego aparecerán personas que dirán que les debo de un cordero, de un chancho o de joyas que me dejaron. Les dices que no lloren, que no finjan y los lisonjeros no digan que fui una buena persona, porque no fui.  Max tú te encargarás del lugar en el cementerio, lejos de la gente.

-        Te digo  Max. Toda la fortuna que hice está bien resguardada, nadie sabe de mis pepas de oro, del dinero, de mis monedas de libras esterlinas con la esfinge de la Reyna Victoria. Todos hablan que la tengo oculta en la mina; otros piensan que está enterrada en la casa de arriba y no faltaron los codiciosos abogados que quieren que firme testamentos y otros papeleos llenos de trampa. Piensan que está todo enterrado en esta casa, pero lo único importante que tengo es mi ataúd; aunque esta doña mentirosa, me trajo de vuelta,  uno hecho con madera de pino Oregón, esas que llegan por barco, trayendo mercaderías de otros continentes  Mal muy mal, será la última vez que presto mi ataúd.

 Una extraña visita 

La vida transcurría sin sobresaltos, ya los precios de los minerales no eran los mismos, los sustitutos de las materias primas tenían como competidores al aluminio y productos sintéticos que terminaron por desplomar el precio del estaño.

Hubo un masivo abandono de las minas; algunos se quedaron, los inversionistas privados tuvieron que dejar todo su capital a cambio del pago de sueldos y otras deudas.

Pero el pueblo que ya estaba casi vacío, ahora se llenó de viejos, ya que, al no poder salir a trabajar, se quedaron en el pueblo y a partir de las cinco de la tarde salían a platicar en las banquetas del pueblo.

Dirk los miraba desde la tienda, sus pequeños  ojos azules escudriñaban todo. Conocía a todos sus habitantes, a los niños, al perro de fulano, o al caballo de zutano, orinándose en la plaza principal.

Ya estaba aburrido de lo mismo, vender y comprar, preparar las mulas y los arrieros que lleven a la tienda-casa de arriba. Ya no tenía razón de seguir.

Hace cincuenta años había dejado Alemania y nunca más volvió. La Segunda Guerra Mundial había destrozado el apego a su tierra. Se quedó en una tierra de montañas, valles y misterios.

-        Buenos días Don Dirk, apareció de la nada un hombre quemado por el sol y el frío. Su perfil aguileño confundía, parecía ser una mezcla extraña de Judio y Aymara, sus rasgos eran diferentes al resto de las personas.

-         Buenos días, a usted no lo conozco ¿ cuándo llegó?.

-        Yo lo conozco a usted Don Dirk. Mi padre fue el judío de las telas y otras chucherías que vendía a buen precio cuando la mina marchaba bien. Yo soy el hijo de Jacobo, mi nombre es Juan. Mi padre se marchó hace dos décadas quién sabe dónde; sólo me crió mi madre en el valle de Jawira y ahora soy joven y fuerte.  Quisiera que me venda por favor  su ataúd. Mi madre falleció y quiero darle una cristiana sepultura en mi estancia.

-        Mire Joven, el ataúd no está en venta.

-        Tengo suficiente dinero, le contestó cortésmente.

-        Ya le dije que no puedo, no está en venta.

-        Traigo una bolsa de oro, quédese con todo, necesito volver esta tarde a la estancia para el velorio y sin el ataúd no puedo regresar.

-        Dejó caer las pepas de oro sobre su mostrador y Dirk ni se inmutó.

-        No me interesa. Ya le dije.  Aunque me   traiga todo el oro del mundo, no aceptaré.

-        Bueno Don Dirk, sólo le pedí un favor y no quiere, ¿qué más puedo hacer?

-        Después de ver el rostro apesadumbrado del joven, Dirk le manifestó, que sólo le daría su ataúd si se comprometía a devolverlo en su tienda, dentro una semana y autorizó nuevamente a descolgar su féretro. 

Camino a la Estancia 

Pasaron ya quince días y no llegó su ataúd, una desesperación  y furia contenida se apoderó de Dirk. No podía comprender la falta de palabra de Juan que le aseguró que devolvería en el tiempo convenido.

Ensilló su caballo y partió por el camino de herradura hacia el primer paso de 4700 metros. El ascenso lento  abría un espacio de verdor con un cielo azul y nubes en los picos de las montañas. En su lento ascenso se encontraba a cada momento con llamas y hermosos bofedales donde pastaban decenas de ellas, sin inmutarse en nada.

Ya el verdor de arbustos y flores coloridas habían desaparecido, estaba en plena cordillera y sólo el viento suave, una brisa fresca cambiaba su pesimismo, por razonamientos más sensatos.

Tal vez tuvo un accidente pensó, no creo que se haya olvidado devolver lo  que se prestó; sin duda cuando baje a su Estancia se arreglará todo.

Un zigzag interminable era la segunda fase del descenso hacia el otro valle. Las morrenas de millones de años habían  formado verdaderas pirámides invertidas. Alguna vez fueron roca sólida, pero el viento, la erosión y la nieve, las convirtieron en arena pegadas a la montaña.

Después de seis horas estaba en el valle de Palkati. Había dos caminos, el primero pasaba de largo hacia  su  segunda casa y la mina. La otra senda doblaba hacia un otro valle más profundo, donde estaba la Estancia de Juan.

Nuevamente apareció la vegetación, el camino estaba mejor conservado por el poco uso. Al fondo del cañadón, una luz  verdusca azulada, le daba un espectáculo fascinante a la casa principal de Juan.

Se acercó temeroso y vio que la maciza casa estaba solitaria. Ningún ruido que pueda llamar la atención, hasta  sentía el volar de los insectos.

Buenas tardes gritó. Nuevamente y con voz potente volvió a llamar a Juan. Nadie respondió. Buscó su ataúd y no estaba. Parecía que la casa estaba abandonada por años porque en el patio sólo había un cántaro roto, un batán sin su mortero, candados oxidados por el tiempo y lo que más destacaba, un balcón de madera completamente caído.

Esta casa está abandonada pensó. No hay rastros de vida humana por largo tiempo y comenzó a recorrer los rincones de la casa de dos pisos construida con adobes y pesadas vigas que apenas sostenían la estructura.

Pasó  al segundo patio y allí estaba una tumba con una cruz de  madera con el nombre escrito. Matilde Vargas. 21 de Agosto de 1965.

La madre de Juan había fallecido hace veinte años.

Pícaro ladronzuelo de porras, comenzó a vociferar, me engañó como a un niño. Soy  un estúpido.

Pero ¿dónde pudo llevar mi ataúd? Ya no hay más viviendas en este valle y la única posibilidad es que haya llevado a vender a la mina.

Con diligencia y agilidad montó su caballo y emprendió la subida hacia su casa cerca de la mina. Tres horas de ascenso lento, como si la muerte lo persiguiera.

Sentía un espanto pensar en morir en medio camino, pensaba en su vulnerabilidad ante los designios de la vida. Él que había planificado su muerte, que había esperado el momento tranquilo en su cama por largos años, ahora se encontraba buscando su ataúd robado.

Ya más tranquilo pensó en su segundo  ataúd en casa donde Max vivía y tal vez,  él le tendría alguna información.

Ya casi anocheciendo Dirk, sentía los efectos de la altura y su desesperación de encontrar a su ahijado lo más antes posible, ya que en el trayecto se sentía perseguido por sus recuerdos de la guerra, de sus alucinaciones y pesadillas cuando el ejército Ruso, había ocupado Berlín. Pensó en la muerte durante todo el día, finalmente  llegó a su casa de la mina.

-Max, Max, ¿dónde estás Max?

-Max salió sorprendido de tan sorpresiva visita. Pase, pase padrino, ¿ por qué tan nervioso y desesperado?, le preguntó Max.

Entró a la casa y vio su ataúd junto al otro.

Una alegría indescriptible se podía ver en sus ojos, un brillo de vida nuevamente iluminaba su rostro con arrugas  y ojeras pronunciadas.

-        Anoche un individuo trajo su ataúd y me dijo que vendría usted a recogerlo. Me sorprendió mucho su actitud, dejó y se marchó; se perdió en la oscuridad sin darme más explicaciones

Bueno, bueno, pero ahora ¿qué hago con dos féretros? Reflexionó un momento y no dijo nada a Max sobre sus planes y se fue a dormir tranquilo a su cuarto, que había permanecido cerrado por mucho tiempo.

 Amaneció nublado, una intensa nevada caída en la noche cubrió las montañas más altas, si bien no fue una gran tormenta, Dirk pensó que era prudente dejar las alturas y bajar al valle.

Le solicitó a Max que aliste dos mulas baqueanas para el traslado de los dos ataúdes y una petaca de cuero donde le dijo confidencialmente a Max, que era sus ahorros de años de trabajo. Por el peso se notaba que estaba llena de monedas y oro guardado por décadas.

Max, ahijado, compañero de trabajo y alegrías, te dejo esta bolsa de oro por tu honradez y tesón, te servirá para mucho tiempo y tal vez puedas comprar un negocio o irte lejos de estas montañas para que formes una familia en La Paz u otra ciudad.

Ayúdame a cargar los dos ataúdes y pon dentro la petaca. Me voy a la casa del pueblo, nos vemos allí después que cierres el negocio y vendas las últimas cosas que son pocas.

 No me acompañes, conozco el camino y las mulas también, así que no tendré problema.

Dirk tenía un semblante fresco, lozano y estaba con ánimo de bajar con sus dos cajas mortuorias  y su fortuna.

Esos dos ataúdes que ahora le daban paz, su fortuna oculta por años estaba intacta. Llegó el tiempo de partir y encaminó decidido hacia el valle serpenteante, cruzando riachuelos que se hicieron más grandes hasta convertirse en torrentes furiosos que se llevaron a Dirk, las mulas y  la fortuna hasta perderse en las oquedades de las piedras y turbulencias de la vida y  la muerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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